El precio del imperio: las Comunidades de Castilla

Miguel Ángel Sanz Loroño - Doctor en Historia - marxenelaula@gmail.com
abril 2020 HISTORIA | COMUNEROS | CARLOS V

Se cumple esta primavera los 500 años del inicio de las revueltas de los comuneros de Castilla y los agermanados en Valencia. La causa de estos levantamientos, durante el inicio del reinado de Carlos V, fue producido por la imposición de unos impuestos injustos y abusivos cargados a las espaldas del pueblo castellano para sufragar las aventuras imperiales de un monarca extranjero llegado de Gante.

Ejecución de los comuneros de Castilla, del romántico Antonio Gisbert (1860 Palacio de las Cortes)
Hace quinientos años las ciudades de Castilla combatieron contra el rey. Ganó Carlos I, joven soberano de la Casa Habsburgo recientemente jurado monarca de los territorios pertenecientes a las Coronas de Castilla y de Aragón. La guerra de las Comunidades contra Carlos I duró lo que el miedo y la necesidad permitieron. Dos años de rebeldía y conflictos armados pusieron al borde del abismo no sólo el reinado de Carlos, sino la propia existencia de Castilla, que se arremolinó en una doble revuelta antifiscal y antiseñorial contra el futuro emperador Carlos V. Sin embargo, el fuego rebelde se apagó cuando las tropas de Carlos I aplastaron a los comuneros el 23 de abril de 1521en la batalla de Villalar. No hay incendio que sobreviva en el desierto de la Historia.

Los comuneros: ¿héroes o villanos?

El debate sobre las Comunidades es tan largo como la discusión sobre el imperio de Carlos de Habsburgo. ¿Fue una revolución burguesa o la última gran revuelta medieval? ¿Fue Carlos un gobernante moderno o el último rey medieval? Las respuestas están teñidas de emoción nacionalista y tintes políticos. Quienes tienden a ensalzar a Carlos I como moderno, ven a las Comunidades como el último grito de protesta medieval frente a una centralización del poder tan necesaria como inevitable. Y viceversa. Efectivamente, en tiempos del liberalismo decimonónico los comuneros fueron mitificados como los precedentes de las Cortes de Cádiz frente a un Carlos I convertido en antecedente de Fernando VII. En tiempos del franquismo, los comuneros fueron vistos por el régimen como unos rebeldes fuera del tiempo que no supieron ver ni la grandeza del proyecto imperial ni la necesidad del nuevo tipo de mando político que trajo Carlos al reino.

Sea como fuere, lo que Villalar significó sin duda fue el fin de Castilla como un reino capaz de defenderse ante el rey. A partir de esta derrota, las Cortes de Castilla no pudieron oponerse a ninguna medida regia, a ningún impuesto real, a ningún deseo del monarca. La centralización del poder que Isabel la Católica había comenzado permitió a Carlos atornillar a Castilla como el furgón de cola de sus decisiones imperiales. Hubo un grito; se degolló la garganta, y no hubo más protestas.

La hoja de ruta del emperador: catolicismo, fuego y espada

La monarquía de Carlos I no fue ningún imperio español, sino una monarquía católica cuyo territorio más importante era Castilla. Carlos provenía de la Casa de Borgoña, a la que se sintió siempre más ligado que a ninguna otra. Su objetivo, la defensa del catolicismo en Europa, le llevó a comprar la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, a combatir allí donde la ortodoxia decaía y el latín se abandonaba, a imponer impuestos a todo lo que se vendía y se compraba, a quedarse con un quinto de lo que venía de América y a hipotecar Castilla y el Nuevo Mundo a quien pudiera prestarle el oro suficiente para comprar todo el acero del mundo. Carlos no tuvo nunca en el horizonte nada parecido a lo que entendemos hoy por España. No había ni sitio ni tiempo para ello. Su concepción de los reinos fue dinástica y patrimonial, como lo había sido la de Fernando el Católico, en cuyo testamento pretendía dejar a Carlos sin la corona de Aragón. Por su parte, Castilla solo era la pieza más rica de un engranaje inmenso puesto al servicio de la grandeza de la casa matricial de los Habsburgo y de la fe católica.

Conservar el catolicismo en sus tierras, por tanto, fue su misión y su legado, en parte fracasado. Lo consiguió en la península, lo rindió en el imperio germano. Carlos se batió en la tierra frente a las fuerzas de su infierno, ora los turcos, ora los protestantes. La crisis que la Iglesia venía sufriendo desde hacía más de un siglo, partida en varias confesiones y recientemente en varias sedes pontificales, padeció su siguiente terremoto cuando Lutero clavó a la Edad Media en las puertas de la catedral de Wittenberg. Al cisma con la Iglesia de Oriente se sumaba la ruptura en mil pedazos católicos y protestantes de lo que quedaba de cristianismo apostólico. Carlos sintió abrirse el abismo bajo sus pies y, como el caballero andante que jugaba a imaginarse estando despierto y dormido, aceptó la batalla contra los molinos de viento.



La resistencia a un rey extranjero y confiscador

Al llegar a Castilla en octubre de 1517, el nieto de los Reyes Católicos apenas podía decir dos palabras en castellano. Apareció en ropas borgoñonas y con un apetito pantagruélico de oro y carne. Rodeado de consejeros flamencos, Carlos se dirigió a Valladolid con la única intención de incorporar Castilla a la dinastía y exprimirla hasta convertirla en acero que dispara o corta. Quería la corona imperial, y los Fugger y Welser se la compraron a cuenta de las minas americanas. Pero los ríos de América todavía no manaban oro ni sus cerros se vaciaban en plata, por lo que los banqueros se quedaron con un par de títulos de nobleza por barba, ciertas tierras, algunas minas de mercurio y unos cuantos impuestos del reino de Castilla. O bien se les pagaba directamente, o bien se les alquilaba el derecho a recaudar los servicios impositivos. Mientras recibiese el cetro del Sacro Imperio a Carlos I le era indiferente el proceso elegido. Ser nombrado Carlos el Quinto tenía un precio y Castilla debía sufragarlo.

Las ciudades, sin embargo, no lo tenían tan claro. No vieron ventaja alguna en recibir un rey forastero, incapaz de hablar el idioma sin cometer tropiezo, que ordenaba vaciar de riquezas el reino para sostener un imperio extranjero. Como no lo entendieron a la primera, Carlos colocó al cardenal Adriano de Utrecht como gobernador de Castilla para hacérselo entender a la segunda. Pero los burgos castellanos lo entendieron menos todavía. En febrero de 1520 las Cortes del reino fueron reunidas en Santiago. El soberano pidió y los procuradores se negaron a conceder tan fastuosa suma. En abril volvieron a ser convocados los procuradores. El círculo flamenco de Carlos I prometió el cielo, amenazó con el infierno y les presentó una realidad demasiado parecida al purgatorio. En La Coruña votaron lo que el rey quería, pero las principales ciudades de Castilla elevaron una feroz protesta. Ni Valladolid ni Toledo estaban dispuestas a aceptar ni el atraco ni la ofensa. La meseta central, mucho más perjudicada por las recientes carestías que la periferia andaluza y norteña, llevó el peso de la negativa. Burgos, que tenía el monopolio del comercio de la lana para disgusto de las otras dos ciudades, no dijo nada. Sin embargo, después de los acontecimientos de Segovia toda Castilla entró en una tormenta vertiginosa. Quedar en silencio ya no era una opción, sino un lujo que la historia no iba a permitir de ninguna manera.

El rey había marchado al corazón de Europa a garantizar el trono y defender el altar. En Toledo, los comuneros echaron al corregidor de la ciudad y se negaron a sufragar el servicio votado en Cortes. En Segovia la negativa se cobró tres vidas, una de ellas la del procurador de la ciudad que había cedido a las presiones del monarca. A finales de mayo, los segovianos rebeldes ahorcaron a su representante y a dos funcionarios del rey. En cuestión de semanas, Castilla se envolvió en llamas. Toledo hizo una declaración que prendió en las urbes castellanas como un grito de los no privilegiados por el régimen señorial: que los impuestos se usen para el mejoramiento de Castilla y que ningún forastero ocupe los puestos de mando del reino. El rechazo a la Corte flamenca y al proyecto imperial de los Habsburgo era total. Pero Toledo fue más allá. Contactó con la reina Juana, que no estaba loca, pero lo fingió a partir de entonces para salvar la cabeza. Ante su postura ambigua, las elites de Toledo y Valladolid miraron a Italia, donde las ciudades libres ofrecían un sistema alternativo fuera de tanto Condestable y tanto Almirante de Castilla. La revuelta contra los impuestos y el atropello de los derechos antiguos se deslizó hacia una revolución burguesa. Las ciudades formaron una Junta de gobierno conjunta, hecho insólito, pero se sintieron siempre huérfanas de una reina que no entendió lo que pretendían. O que lo entendió como una nueva guerra dinástica, de práctica habitual durante el último siglo en Castilla. Por esas mismas fechas, en Valencia las Germanías se sublevaban armadas contra la nobleza, primero, y la Corona, después. Solo faltaba una revuelta campesina para que todo ardiese en el fuego de la historia.

Entonces el campo estalló contra los abusos de los señores feudales y el reinado de Carlos pareció encaminarse a la ruina. Tratando de solventar la crisis de la Baja Edad Media mediante la conquista de América y el atornille de los siervos a la gleba, la aristocracia se había dedicado a la rapiña incluso entre sus propias tierras. La economía feudal solo tenía dos formas de mantener las rentas al nivel necesario para la reproducción de su nobleza: el crecimiento extensivo o el aumento de la explotación de lo existente. Esta situación había provocado en el siglo XV auténticas explosiones antiseñoriales en todos los rincones de la península, siendo los más graves los de Galicia (irmandiños) y Cataluña (payeses de remensa). La conquista de Granada y la expansión en América saciaron la voracidad del hambriento sistema. Pero los campesinos del resto de Castilla habían quedado en una situación penosa, y con el tambor de las ciudades se sumaron a la epopeya.


Las debilidades de la revuelta comunera y su derrota

Sin embargo, ni la magnitud del estallido fue como los de antaño ni las ciudades se vieron galvanizadas por una burguesía independiente de los circuitos económicos señoriales. La modernidad apenas había comenzado y el capitalismo no pasaba de un estado embrionario. Sin Ilustración y sin trabajo asalariado, la revolución comunera iba a quedar como dos explosiones aisladas incapaces de generar la implosión necesaria para dejar atrás una era y entrar en otra.

La nobleza de Castilla, con el Condestable y el Almirante a su cabeza, que no sabían de filosofías de la historia pero sí mucho de quién y cómo se manda, no esperaron a ver cómo se agostaba en su inmadurez el impulso revolucionario. Las rebeliones se ganan de dos maneras, pensó el Condestable, dividiendo mucho y matando más todavía. Se libraron escaramuzas ligeras y batallas serias; se atrajo a las ciudades con ofrecimientos personales y prebendas colectivas; y se compraron las voluntades necesarias. Burgos, la última en unirse y la primera en marcharse, volvió a su silencio y a vender lana en exclusiva. Ninguna aventura hacia lo desconocido convenía a una ciudad que bajo este sistema todo lo tenía. Se hizo una tregua, pero Carlos ordenó un escarmiento. Nada asienta más el poder que un castigo que encoge los ánimos y enfría las ideas. Las ciudades fueron cayendo al mismo tiempo que el campo volvía a la calma. El fuego había terminado.

En la primavera de 1521 se encontraron las tropas de uno y otro bando. El resultado fue una carnicería. Más de mil muertos comuneros en Villalar fueron coronados por las decapitaciones al alba de sus tres comandantes, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado. En cuanto Carlos volvió de Aquisgrán se inició un programa de ejecuciones públicas que se alargaron hasta 1526, cuando Carlos I mandó poner fin a la vida del sacerdote Acuña. Clemente VII protestó ante la barbarie, y Carlos V del Sacro Imperio saqueó Roma al año siguiente y le obligó a coronarle emperador en Bolonia. El poder, le dijo, no está en el rosario, sino en la espada.

Las revueltas en Valencia y Alemania apagadas a fuego y acero

Con Castilla escarmentada, Carlos pasó a pacificar Valencia. Acero y miseria se repartieron a partes iguales, quedando la nobleza, al igual que en Castilla, muy agradecidas al monarca. El Estado pasaba a ser lanza y coraza de una nobleza a la que, si bien en parte desposeída de sus poderes, se le garantizaba un tranquilo dominio a cambio de su obediencia. Reconquistada la península bajo los nuevos usos absolutos del Estado y la nobleza, Carlos V del Sacro Imperio convirtió todo el oro de América en acero para las balas y espadas. Las primeras víctimas no fueron tropas protestantes, sino los campesinos que Thomas Münzer había dirigido en batalla contra la nobleza y la miseria. A Carlos no le importó entonces la fe de los príncipes alemanes para establecer con ellos una alianza. El enemigo común, los siervos rebeldes de la gleba, se había convertido en una bestia que debía ser de nuevo domada. Se mató mucho y se apagó el fuego en la futura Alemania. Pero la violencia, a pesar de su importancia, no era suficiente. Entonces Lutero bendijo la masacre, y su esfuerzo fue recompensado. Por el otro lado, Roma pasó a construir una nueva ortodoxia con la intención de inundar con agua bendita las almas de quienes habían pecado contra Dios al negar al César lo que era del César.

La dignidad de Castilla humillada y el reino arruinado

Castilla no elevó más la voz. La ruina de sus campos y la quiebra de su industria financiaron el imperio de su majestad católica. Todo debía venderse antes de manufacturarse; todo tenía que convertirse en impuestos sobre bienes que no existían y consumos que no se hacían. El oro y la plata americanos viajaban más rápido a los bancos europeos que los sueños de hacer fama y fortuna de quienes iban en esos barcos. La inflación provocada por la plata del Nuevo Mundo arrasó lo que quedaba del reino. Mutilada políticamente, Castilla prefiguró el destino que le aguardaba a Aragón, primero, y a Cataluña, más tarde. A Castilla le quedó el silencio de sus sepulcros de mármol y los alaridos desesperados de sus autos de fe. La gloria medieval del imperio Habsburgo, escrita sobre la ruina de un reino y la sangre de un continente, alumbraron una modernidad que había nacido para devorarse a sí misma.■

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